9/2/2015 Comentarios Súplica de SanaciónPadre celestial,
que nos has revelado tu bondad en la vida y la palabra, en la Pasión, la Muerte y la Resurrección de tu Unigénito, nuestro Señor Jesucristo: despierto a tus bienes y a mis males, vengo a implorar tu misericordia para mi vida, para mi muerte y para el destino eterno que me aguarda. Desde ahora quiero aceptar tu designio sobre mí, porque comprendo que tu voluntad habrá de realizarse, con mi acatamiento o sin él, pero me parece que redunda en gloria tuya que mis rebeldías se abajen ante tu majestad y que mi voluntad busque servirte no por necesidad sino por amor. Reconozco tu providencia sobre toda mi vida; ahora sé que siempre me cuidaste, incluso cuando yo me descuidaba, y que estabas más dispuesto tú a procurar lo que me hiciera bien que yo a evitar lo que podía hacerme mal. Y así admito que no he sido buen señor de mi vida, ni buen defensor de mi causa, ni buen administrador de mis bienes. Padre Bueno, Generoso Dador de todo bien: atraído por tu luz, que ha vencido mi ceguera, quiero proclamar tu Evangelio en mi historia. ¡Oh sí! ¡Que la voz de tu Enviado y Ungido repueble la soledad y las ruinas que el pecado dejó en mi vida! Padre: de otro modo no seré feliz; de otro modo, todo será perdido para mí. Y tú no te gozas en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva. Precio soy de la Sangre de tu Hijo; yo soy la razón de sus azotes y de su cruz; pero sobre todo, soy la razón del abundante amor que destilaron sus palabras y sus heridas, sus milagros y sus llagas, sus oraciones y su muerte. Por amarme llegaste a tal extremo, y nada tengo para retribuirte lo que me diste, sino de nuevo ofrecerte la vida y el amor inestimable de tu Hijo, esta vez unido a mi amor y a mi vida. Por eso quiero y anhelo que tu victoria sea plena, irrevocable y definitiva en mí y en todas mis cosas. Ahora que he vuelto a ser dueño de mí, porque tú me posees, clamo a tu Espíritu aquella obra de gracia que me otorgue la libertad de servirte con más amor y constancia. Sí, Padre, ya que tu Palabra me concede hablar, que tu Amor me conceda amar, de modo que mi voluntad recupere enteramente su salud, se desprenda de una vez y para siempre del dominio tenebroso del mal y se sienta atraída irresistiblemente por tu bien. Hoy, aquí y ahora, deseo desprenderme de lo que me apartó de ti, por poco o por mucho; aquí y ahora me arrepiento de todo pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión; y por eso, lleno de confianza en tu victoria, aquí y ahora quiero perder todo afecto a todo recuerdo, proyecto, fantasía, imagen, lugar, sensación, palabra, lectura, conversación, y a toda persona o cosa, o acto cualquiera de mi voluntad que te haya ofendido o que haya sido ocasión de que otros te ofendan, sea que yo me haya dado cuenta o que nunca lo haya sabido. Porque dando amor a lo que tú no amas, perdiendo el tiempo en lo que tú desprecias y gastando mis fuerzas en lo que tú repruebas, he robado el tiempo, las fuerzas y el amor que te pertenecen; ladrón he sido de tu gloria y de tu honor, y por eso la tristeza visitó mi vida y la amargura habitó en mi alma. Ya no ha de ser así, Padre mío. Ahora mi hogar será tu Providencia; mi alimento, tu Palabra; mi vestido, tu Cristo, y mi destino, tu Casa. Sea fruto de tu gracia que toda verdad me resulte amable y toda mentira odiosa; habite en mí tu bondad y séame toda maldad extraña; tenga gusto en el dolor que me acerque a ti y disgusto del placer que de ti me aleje. Así me atrevo a hablarte, y con audacia te ruego, Padre, porque al mirar a tu Divino Hijo en el Altar de la Cruz, no puedo retener en mí esta palabra: que tú eres mi fortaleza y yo tu debilidad; tú mi curación y yo tu herida. ¡Ah, Padre, deja que le abrace, que su amor nos una, si tan dispares somos, para que su debilidad me haga fuerte y sus heridas por fin me sanen! Amén.
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Noviembre 2015
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